Como señalábamos en la primera parte de «Víctimas en silencio», las hermanas Combonianas trabajan a ambos lados del muro que divide Israel y Palestina. En Cisjordania, su compromiso se centra en nutrir la esperanza a través de la educación y el desarrollo en las comunidades beduinas del desierto de Judea. El verano pasado María Segura, laica vizcaína, compartió vida y tarea con las hermanas. Nos comparte su testimonio.
Escribo este artículo mientras el fuego y la muerte sobrevuelan Rafah. Han pasado algo más de nueve meses desde que volví de Palestina, donde el pasado verano tuve el privilegio de gozar de uno de los bienes más preciados de los pueblos que habitan el desierto: la hospitalidad.
Empiezo presentándome, mi nombre es María, pertenezco al grupo Loiola, vinculado a Arrupe etxea, de Bilbao y a mis 55 años, sigo considerándome una buscadora, aunque últimamente procuro más bien dejarme encontrar. Es por eso que hace dos años me embarqué en una peregrinación a Tierra Santa. Allí, en la subida a Jerusalem, recalamos en Betania, donde conocimos a las Hermanas Combonianas, que nos hablaron de su presencia a ambos lados del Muro, ese alto muro de hormigón que divide a israelíes y palestinos, dos pueblos hermanos enfrentados desde generaciones. Nos hablaron también de su apuesta por una paz posible, y sentí la necesidad de adentrarme en ese mundo, un mundo tan desconocido para mí.
Fue así como decidí volver, en el verano de 2023, siendo acogida en casa de las hermanas. Y tenía que ser Betania (o en su nombre árabe de al-Azariya, literalmente “el sitio de Lázaro”), el lugar de la acogida para Jesús, donde se retiraba a descansar en casa de sus amigas Marta y María, y de su hermano Lázaro. Lugar donde pude compartir vida y oración, aprender el Padrenuestro en árabe, hebreo, italiano, inglés… y enseñarlo en euskera, y también compartir la mesa de la Eucaristía y de la casa con los Padres Franciscanos, custodios de los santos lugares.
Pero, sobre todo, pude gozar de la hospitalidad de las comunidades beduinas que pueblan el desierto de Judea, en el camino que va de Jerusalem a Jericó, el que transitaba un viejo conocido con su borrico. Allí, jugando con los niños, invitada a entrar en sus casas, a compartir un té o, en los momentos más especiales, una deliciosa “maqluba”, pude conocer su forma de vida. Una forma de vida que quieren conservar, a pesar de todos los obstáculos y restricciones (para transitar las autopistas, para construir casas de cemento, para acceder al agua…) y del contraste con la vida opulenta del asentamiento, tan parecida a la nuestra. En medio de tanta injusticia, descubrí que hay algo que une a palestinos e israelíes, y es el miedo mutuo, y la desconfianza. Un miedo que en algún momento también compartí, ante la sinrazón de la violencia, que sólo genera más violencia.
Pero también pude contemplar la vida que brota en el desierto: en las decenas de niños que te reclaman, que tiran de ti y te explican todo, sin entender que no les entiendes, invitándote a jugar, a bailar y a ensuciarte las manos para llenar de colores el desierto; en las maestras de las escuelas promovidas por las hermanas, que se desviven por posibilitar un futuro mejor para los niños; en las propias hermanas; en las voluntarias jóvenes; en el grupo de mujeres hebreas, árabes, africanas y europeas que se reúnen periódicamente en Jerusalem para buscar juntas caminos para la paz; en la invitación a participar en la celebración del Sabath, en tantos encuentros inesperados, en quienes todavía se niegan a ser enemigos…
Hoy que el dolor por Palestina atenaza el corazón, y nos asalta la desesperanza, quiero terminar con una plegaria a “nuestra Señora que derriba los muros”, para que continúe derribando “todos los muros que generan odio, violencia, miedo e indiferencia entre las personas y los pueblos”, y que nos enseñe a seguir preparando caminos de libertad, entendimiento y diálogo, que traigan la paz, para seguir soñando “el nuevo sol en que los hombres (y mujeres) volverán a ser hermanos”.
Revista Los Ríos 278
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