JOSÉ EL DE JESÚS
Cuando llegaba la fiesta de San José, siempre nos hablaban de “Los Ríos”. Había misioneros de nuestro entorno y la semilla prendió. Algunos seguimos sus rutas, en momentos cambiantes de la vida, en “aquellas tierras” y en estas. Y ahora comprendo por qué “las misiones” y San José se llevan tan bien.
El San José de nuestros tiempos, con bastón florecido y todo, era un personaje del relato lineal de la vida de Jesús niño, que catequistas y párrocos habían tejido con los hilos de Lucas y Mateo; porque, los otros dos, ni bola. Lo recibimos como una crónica intocable. En esa crónica había una familia de tres: Jesús pequeño, su madre María y José. El niño no decía ni palabra, salvo al final de la crónica, siendo ya un adolescente un siesnoes rebelde, que se hace el perdido en el templo de Jerusalén. Luego estaba su mamá, a la que la maternidad hasta poetisa la hizo y luego José, que nunca hablaba porque, cuando hubo que decirle un par de cosas al Jesús ya chaval, es la madre quien lo hizo. José entra al torbellino del misterio y, de tanto ir y venir con el misterio viviente de madre e hijo por tierras palestinas y extranjeras, y de tanta comunicación con lo divino en ángeles o en sueños, queda como un motor silencioso, que posibilitó la crónica y las teologías. Esas teologías que tienen una secular y seria deuda con José “el de María”, al que queremos traer a esta página como José “el de Jesús”.
Hoy sabemos que Lucas y Mateo no pretendieron escribir una crónica, que no hay cómo hacer crónica de los misterios y que, como los otros evangelistas, escribían desde la fe en Jesús Resucitado. Para ellos, lo importante era “lo que comenzó en Galilea”, cuando Jesús andaba por los 30 años. María, la madre, asoma alguna vez en esos textos. José, nunca. El hombre custodio del misterio se hace silencio. En los textos, pero no en la vida. Porque José, antes de lo de Galilea, había vivido una misión providencial: educar a la Palabra… para que resonara bien. ¿Por cuántos años?
Viendo a Jesús pateando los caminos galileos, ofreciendo el Reino de un Dios Padre que tiene hijas e hijos, enseñando como plegaria-bandera el Padre nuestro, narrando la historia de un padre que quiere hacer una fiesta con dos hijos muy diferentes… uno concluye que el correlato de la paternidad de ese Dios es la fraternidad de sus hijas e hijos. Y me pregunto si eso estalló en Jesús como un volcán, a partir de cero, o alguien había sembrado en él esas semillas de la mejor tradición profética de Israel. Porque las horas de taller o las de compartir camino para llevar los encargos a los caseríos del entorno, eran buen tiempo para crecer “en sabiduría” junto a José, mientras a este le dio el aliento. Con ángeles hablándole en sueños o no, enseñó lo que creía que “su hijo” necesitaba aprender, seguro.
Siempre he pensado que, para no perder la frescura de los textos evangélicos, a más de los ojos, la mente y el corazón, es bueno echar mano de la imaginación. Claro que la imaginación no consta como intérprete cualificado en los catecismos de teología. Pero ha estado siempre en la poesía, la pintura y la música, que, a veces, nos regalan chispazos del Misterio que se manifiestan en los misterios cotidianos, a los que la razón no alcanza. Pues, en mi imaginación, muchas veces me he sorprendido mirando a María, ya viuda, y escuchándola decir: “la verdad es que este chico está saliendo a su padre”. Y lo decía con una ternura abrazadora del chico, de José y de todos los que creemos que la misión es fraternidad.
Deja una respuesta